El Renacimiento italiano fue una época de tímido progreso para la condición de las mujeres de clase media y alta. Por el contrario, para la gran mayoría la vida era muy difícil y ofrecía pocas oportunidades de mejora.
Abel de Medici (National Geographic)
“La excelencia o la inferioridad de las gentes no reside en su cuerpo ni depende de su sexo, sino en la perfección de sus costumbres y virtudes”. La escritora Christine de Pizan se avanzaba así, en su famosa obra La ciudad de las damas, a una corriente de pensamiento llamada Humanismo, cuyos ideales confluyeron en el Renacimiento y que supondría para las mujeres -o como mínimo, para una parte de ellas- una mejora de sus perspectivas vitales.
UN MUNDO CAMBIANTE
A finales de la Edad Media, la figura femenina se encontraba en una posición de clara subordinación al hombre, ya fuera este su padre, su marido, un hermano u otro familiar. Por norma general, la sociedad consideraba a las mujeres como personas incapaces de valerse por sí mismas, por lo que siempre debían estar sujetas a un hombre que no solo las alimentara, sino que también las mantuviera alejadas del camino del pecado que irremediablemente emprenderían si se las dejaba a su libre albedrío.
Realmente era difícil que una mujer de aquella época pudiera valerse por sí misma, aunque ciertamente no por su culpa: debido al crecimiento de los gremios durante los últimos siglos del Medievo, se implantaron una serie de restricciones en el acceso a los oficios que jugaron especialmente en contra de las mujeres. Estas vieron drásticamente reducidas sus posibilidades de acceder a un empleo más o menos cualificado y fueron desplazadas cada vez más a unos pocos trabajos específicos que se consideraban adecuados a la “naturaleza femenina”: cocineras, costureras, nodrizas, etc.
Las restricciones para acceder a los oficios provocaron una fuerte masculinización de muchos trabajos y la pérdida de posibilidades laborales para las mujeres.
La fuerte masculinización de los oficios reforzó las convicciones, ya arraigadas, de que el mundo laboral era cosa de hombres. Quienes aspiraban a ganarse la vida con un oficio debían inscribirse para ejercer legalmente y, en medio de un clima misógino, los gremios difícilmente aceptaban a una mujer.
Los oficios eran prácticamente la única manera que tenían las mujeres corrientes para ganarse la vida, dado que la inmensa mayoría de la población era analfabeta. Las hijas de familias nobles sí recibían una educación, por lo que habrían tenido mejores perspectivas, si no fuera porque el papel de una dama de buena familia era forjar alianzas familiares por medio del matrimonio.
Un hecho está claro: las posibilidades vitales de una mujer estaban muy condicionadas por su nacimiento, en función del escalafón social al que perteneciera. Pero contrariamente a lo que se podría pensar, estar en lo más alto no era necesariamente mejor; lo ideal era nacer en un cómodo pero discreto plano medio.
El Renacimiento supuso una mejora especialmente para las mujeres de clase media-alta; es decir, aquellas lo bastante bienestantes como para haber recibido una educación, pero no lo suficientemente importantes socialmente para ser “piezas valiosas” en el juego de la diplomacia matrimonial. Una mujer con educación podía acceder a trabajos mejores al servicio de la clase alta, especialmente el de preceptora, ya fuese en letras, ciencias o, especialmente, artes.