¿Cuál fue tu propósito, cuando te sentaste a escribir Cien años de soledad?
—Darle una salida literaria, integral, a todas las experiencias que de algún modo me hubieran afectado durante la infancia.
—Muchos críticos ven en el libro una parábola o alegoría de la historia de la humanidad.
—No, quise sólo dejar una constancia poética del mundo de mi infancia, que como sabes transcurrió en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia.
—Los críticos le encuentran siempre intenciones más complejas.
—Si existen, deben ser inconscientes. Pero puede ocurrir también que los críticos, al contrario de los novelistas, no encuentran en los libros lo que pueden sino lo que quieren.
—Siempre hablas con mucha ironía de los críticos. ¿Por qué te disgustan tanto?
—Porque en general, con una investidura de pontífices, y sin darse cuenta de que una novela como Cien años de soledad carece por completo de seriedad y está llena de señas a los amigos más íntimos, señas que sólo ellos pueden descubrir, asumen la responsabilidad de descifrar todas las adivinanzas del libro corriendo el riesgo de decir grandes tonterías. Recuerdo, por ejemplo, que algún crítico creyó descubrir claves importantes de la novela al encontrarse con que un personaje, Gabriel, se lleva a París las obras completas de Rabelais. A partir de este hallazgo todas las desmesuras y todos los excesos pantagruélicos de los personajes se explicarían, según él, por esta influencia literaria. En realidad, aquella alusión a Rabelais fue puesta por mí como una cáscara de banano que muchos críticos pisaron.
Tomado de: El olor de la guayaba. Ed. Random House, 2016 y publicado en «El buen librero».